El crepúsculo de la mañana

No supe en qué lengua tratar de contarles esto. Por algo el poeta intentó capturar esos momentos, más duraderos que sólo instantes, en que oscuridad y luz se seducen mutuamente. La mejor mañana después de un viaje de 11 horas, a contrareloj, es la primera: la noche ya es tu mañana, y la mañana ya es tu tarde. Las aves conocen de la circunferencia de la tierra, y cantan, con todo, en contra del permanente trafical de la avenida. Es entre las hojas del noble árbol de raíces gigantescas y expuestas, esas que rompieron la banqueta como el reviniente el mármol o el concreto de su tumba, que el día se perfila, filtrado entre el sonido de quienes viven protegidos en sus ramas, y los autos y demás transportes pesados que retumban sobre el pavimento. Hay que dejar el tiempo pasar, no encender la luz eléctrica, y dejarse escuchar. Ahora es el sonido de una escoba hecha a mano con las ramas de otro árbol, que acaricia con su ritmo el concreto. Quien la esgrime lo hace con la disciplina de un samurai y la paciencia de un budista. Es un baile, una marcha, un acto de amor. Ninguna ciudad, a ninguna hora, suena igual. Así nos habla y nos ubica, nos dice en dónde estamos, pero sobre todo, de dónde venimos, quiénes fuimos, y quiénes podríamos ser. Hay que dejar que el tiempo pase, con sus sonidos, y construir así los horizontes.